Mi congelador llevaba unos cuantos días agonizando, y hoy al llegar a casa el hilillo de agua que corría por el suelo de la cocina me ha avisado de que el fin había llegado: ha dejado de enfriar. O más bien debe calentar algo, porque de otra forma no termino de comprender como se puede descongelar algo en mi casa, con el frío que hace.

Dramático, oiga.

Por buscarle un lado positivo (siempre, mientras se pueda), supongo que hasta que lo arregle comeré menos congelados, que dicen que son fatales para la salud (aunque solo para la de uno mismo, y su acompañante si acaso, no para el resto de seres del mundo como en el caso del Horrendo Vicio). Ahora comeré de lata. Magro de cerdo Apis, por ejemplo, que se parece un montón al spam.

Claro que esto de que haya tenido que tirar una bolsa entera de congelados (ains, esas gambitas) por lo de la puñetera cadena del frío me hace pensar en el peor de los problemas: ¿cuando arreglo yo esto?

¿Cuando está uno en casa para que venga el señor técnico?

Aún a riesgo de que me acusen de machistoide, antiguamente siempre había una abuela, una madre, o a las malas una vecina que podía recibir al técnico y que le dijera aquello de «pues va a haber que cambiar la trócola». Pero ahora, con tanta emancipación, tanto tener que trabajar todo el mundo a todas horas, pues una leche. Tendré que buscar alguno que trabaje en sábado, o escaparme del trabajo (jefe, no leas esto), o algo…

De hecho, yo «aprendí» a poner grifos y a hacerme mis instalaciones eléctricas casi por esto. Por cierto, un desagüe también lleva goteandome unos días, estoy empezando a relacionar asuntos, ummm.

¿Y si me voy al paro, y me hago amo de casa? ¿Tendré hecho diferencial entonces? ¿Y estatuto?

Le habló un arkángel pensando en retomar las costumbres de los neveros.